Una estructura impecable, un reparto no del todo acertado y un ritmo irregular hacen de El mal ajeno, la ópera prima de Oskar Santos, una película que no alcanza todo lo que promete. Aun así, los riesgos que corre moviéndose a caballo entre la ciencia ficción, el thriller y el melodrama, hacen que la cinta se vea con interés y cierta emoción.
El mal ajeno cuenta la historia de Diego, un médico de la Unidad del Dolor, que, ante tanto sufrimiento que le rodea, ha hecho callo y nada le afecta. Un día entra por Urgencias una de sus pacientes, una enferma de leucemia, embarazada de siete meses. La situación de Sara es límite, por lo que deciden mantenerla en coma para tratar al menos de salvar a su bebé. El novio de Sara, desesperado, exige a Diego una solución, hasta el punto de que pierde los nervios y le espera en el aparcamiento con una pistola en el bolsillo. Se oyen disparos y ambos caen al suelo. El hombre se ha suicidado pero Diego está indemne. O eso cree él. Poco después descubrirá que ha adquirido un don: curar con la imposición de manos. Sin embargo, lo que podría parecer un maravilloso regalo conlleva un precio extraordinariamente doloroso.
La premisa argumental, desde luego, es paralela a la de la serie televisiva Héroes, aunque su desarrollo sea bien diferente: un tipo normal y corriente que de pronto descubre que tiene un superpoder y se ve obligado, a su pesar, a lidiar con ello. Aquí no hay un inminente fin del mundo que evitar, sino algo mucho más terrorífico: un médico en el centro de una sala de urgencias rebosante de pacientes doloridos.
Desde luego, el guión de Daniel Sánchez Arévalo es lo mejor de la cinta. No sólo es interesante la nueva vuelta de tuerca a la vuelta de tuerca sobre el superhéroe, sino que el desarrollo argumental es de manual. El personaje va evolucionando fase a fase y por su orden, implicando al espectador en su desesperación ante un don que él no quiere tener.
Entonces, ¿cómo se explica que la película tenga problemas de ritmo? Porque los tiene, y ése es quizá su principal pecado. Tal vez son errores en el montaje, a lo mejor es que las idas y venidas del thriller fantástico al melodrama a veces resultan abruptas o quizá que las tramas secundarias cojean: unas están más desarrolladas que otras, pero no está claro que la decisión sea en virtud de su interés. Así, la de Belén Rueda (que no desvelaremos aquí) nunca termina de cuajar, mientras que la de Luis Callejo (que interpreta a un enfermo al que van amputando partes gangrenadas de su cuerpo) recibe un tratamiento mucho más extenso que las demás y por motivos ajenos a su interés dramático. En cambio, otros pacientes presentados al principio de la cinta y cuyo caso se dibuja como emocionalmente sustancioso, nunca vuelven a aparecer. Y es una pena, porque habrían ayudado a El mal ajeno a abundar en la interesante reflexión que propone sobre el dolor y la muerte que, al no terminar de desarrollar nunca, otorga a la cinta un aire de importancia que termina por quedarle grande.
Más aciertos y desaciertos. Plásticamente, la película es sobresaliente: Oskar Santos demuestra un gran talento visual (seguramente es por esta faceta por la que mejor conecta con el productor de la película, Alejandro Amenábar), acentuado por la impoluta fotografía de Josu Inchaustegui, discípulo de Javier Aguirresarobe.
Lo que ya no resulta tan adecuado es el reparto. Es una circunstancia muy curiosa porque cada uno de los actores, individualmente, está bien en su papel, en algunos casos incluso sobresalientes, pero el conjunto no funciona. Eduardo Noriega, al que han envejecido con unas hábiles canas, da la talla como el protagonista. Cristina Plaza, como su mujer, es un derroche de sensibilidad. Pero la pareja carece de química y, con ello, de credibilidad. Clara Lago, en el papel de la hija de ambos, da el punto justo de rebeldía, pero resulta muy crecidita para este matrimonio (se lleva 17 años con su padre y eso, o se explica muy bien o canta La Traviata). Belén Rueda es demasiado estrella de cine para un papel menor de la cinta, de manera que reclama más atención sobre su personaje del que requiere la trama. Eso sí, su trabajo es impecable. Angie Cepeda, en cambio, se queda un poco corta al incorporar a una mujer que debería haber resultado de una emotividad arrolladora. Luis Callejo ha logrado el punto justo de ironía y dolor que necesita su Carlos. Mención especial merece Marcel Borràs, cuyo médico residente de primer año aporta imprescindibles brochazos de comedia a la película.
El mal ajeno es, en fin, una película imperfecta pero oportuna. Un interesante experimento de mantenimiento del equilibrio entre géneros, aunque haya servido para demostrar que no es posible (al menos no así). Un sorprende ejemplo de cómo una impoluta estructura narrativa no garantiza un buen ritmo en la narración. Y además, una mirada sugerente sobre el dolor de quien muere y el dolor de quienes ven morir.
El mal ajeno se estrena hoy en cines de toda España