Tras sufrir un retraso de unos meses, que le ha impedido participar en la carrera de los Oscar este año, por fin se estrena en cines lo último de Martin Scorsese, Shutter Island, un absorbente ejercicio de género basado en una novela de Dennis Lehane (Mystic River), que, si bien no llega a ser del todo redondo, nos regala las secuencias más impactantes en lo que va de año y, sobre todo, nos deleita con una dirección de actores impecable para uno de los mejores repartos que se han visto en mucho tiempo.
No conviene adelantar mucho de la trama, plagada de giros y sorpresas —algunos más afortunados que otros—; basta con describir los primeros quince minutos, en los que descubrimos a dos agentes federales, interpretados por Leonardo DiCaprio y Mark Ruffalo, que se dirigen al hospital psiquiátrico Ashecliffe, en la isla de Shutter, para investigar la misteriosa desaparición de la paciente Rachel Solando (Emily Mortimer). A pesar de la aparente amabilidad del director del centro (Ben Kingsley) y del resto del equipo, ambos agentes intuyen que algo turbio tiene lugar dentro de las instalaciones…
Se había augurado en numerosas ocasiones que, principalmente por el argumento, éste sería el más hitchcockiano de los films de Scorsese, pero, salvo algunas pinceladas de Recuerda, no se aprecian muchos rasgos del cine del director británico. Personalmente creo que bebe más de títulos de culto recientes como Session 9. Y es que en el fondo es una película bastante actual por el modo en que dosifica el suspense o su visión sobre la (in)estabilidad mental. La puesta en escena es puro Scorsese, con esos primeros planos y violentos movimientos de cámara marca de la casa, que realzan esa sensación opresiva, ayudada como siempre por el ágil y vibrante montaje de Thelma Schoonmaker.
El guión de Laeta Kalogridis (Alejandro Magno) contiene unos diálogos excelentes, cargados de dobles sentidos a los que hay que estar muy atento. El ritmo apenas decae durante el metraje, aunque dos horas y diez minutos se antoja una duración excesiva y se podía haber aligerado al menos quince minutos, quizá eliminando algunos flashbacks que, aunque necesarios para la historia, terminan siendo algo repetitivos. El otro pero de la película creo que radica en el texto base de Lehane, y es que el final no está a la altura de las expectativas creadas. El público de hoy en día, acostumbrado a los giros de guión y finales sorpresa, puede quedar algo decepcionado con la resolución de la historia, pero la emotividad y pesimismo que destilan las imágenes finales compensan esa falta de originalidad y permiten salir de la sala con una sensación de satisfacción.
Y los principales responsables de esa emotividad son los componentes de uno de los repartos más completos e interesantes que ha dado el cine en mucho tiempo. Desde DiCaprio, en su cuarta colaboración con Scorsese, que se enfrenta a un personaje muy complejo, pero que sabe capear gracias a las tablas a las que ya nos tiene acostumbrados, pasando por leyendas vivientes del calibre de Kingsley y Max Von Sydow, que bordan sus roles con la sutilidad interpretativa que les caracteriza, hasta las fugaces y sobrecogedoras apariciones estelares de Emily Mortimer, Patricia Clarkson, Ted Levine, Elias Koteas y, sobre todo, un Jackie Earle Haley que lleva ya años pidiendo un Oscar a gritos. Todos están acertadísimos en sus interpretaciones, excepcionalmente dirigidos. Quizá Mark Ruffalo queda algo empañado por la labor de sus compañeros, aun así cumple a la perfección. Y Michelle Williams está desgarradora en la escena final. Quiero mencionar finalmente a una desconocida actriz de reparto, Robin Bartlett, que me sorprendió enormemente en su encarnación de una de las pacientes del psiquiátrico.
Como siempre, Scorsese se ha rodeado de su habitual y excelente equipo técnico para terminar de dar redondez a su último trabajo. El diseño de producción de Dante Ferretti combina los escenarios bucólicos de los exteriores con retorcidos interiores que recuerdan en ocasiones a los dibujos de Escher. La fotografía de Robert Richardson, saturada en azules y ocres realza el desasosiego que requiere la historia, aunque no es de los mejores trabajos del camarógrafo. Y lo que es un auténtico acierto es la selección musical que el director ha encargado a Robbie Robertson, del grupo The Band (amigos desde que colaboraron en El último vals), que conjuga desde temas clásicos de Mahler, pasando por temas instrumentales contemporáneos de compositores como Ingram Marshall o Krzysztof Penderecki (muy bartokianos, proporcionando unas texturas sonoras que recuerdan a El resplandor de Kubrick), temas de los 50 como el «Wheel of fortune» de Kay Starr (ya oído en L.A. Confidential), hasta música reciente de Brian Eno. El tema de los créditos finales que mezcla un clásico de los 60 de Dinah Washington («This bitter earth») con música del alemán Max Richter (autor de la música de Vals con Bashir) aún resuena en mis oídos.
Sería un error considerar esta última pieza de orfebrería del genio Scorsese como una obra menor. Temas recurrentes en la filmografía del director, como la paranoia, están muy presentes aquí en forma del miedo al otro que tan presente estuvo en la sociedad estadounidense previa al macarthismo. Y Scorsese, tan referencial como siempre, bebe en esta ocasión más que nunca de la estética pulp, del cine negro de los 30-40 e incluso de fenómenos actuales como la serie Perdidos. Si no fuese por los pequeños fallos mencionados anteriormente (una duración excesiva y una resolución de la trama algo decepcionante), estaríamos hablando de uno de los mejores títulos del director. No es Uno de los nuestros, pero sí puede medirse con El cabo del miedo. Shutter Island será imperfecta, pero es un lujo en su imperfección.