Woody Allen hace añorar el San Sebastián prepandemia

'Rifkin's Festival'
Feliz casualidad
Una comedia ligera y despreocupada llena de las obsesiones e ironías de su autor que crece al retratar una realidad tan cercana que ahora mismo pareciera nunca va a regresar
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Feliz y desenmascarada

El Festival de San Sebastián ha arrancado con un título inevitable: Rifkin’s Festival, la película que Woody Allen ha rodado ambientada en el propio certamen, con un aire desenfadado y sardónico sobre un tiempo en el que el mayor de los problemas eran los del corazón.

Poco hay de ese alegre Festival de Donosti en esta 68ª edición marcada por las mascarillas, los geles y las restricciones. La ciudad no respira como otros años y sin rastro del pizpireto ajetreo entorno al Kursaal. Pero, butacas asignadas y distanciadas, se apaga la luz y nos reencontramos con él, en la gran pantalla plateada. El público arremolinado, los talentos extranjeros que se cruzan descuidadamente, la prensa siempre apresurada y, en fin, la alegría de vivir.

Desde luego, Rifkin’s Festival es una obra menor en la que no hay hada que no hayamos visto antes de Woody Allen, empezando por su convencimiento de que un señor más bien anciano (esta vez es Wallace Shawn quien encarna al autor) puede enamorar a primera vista a Elena Anaya. En su honor diremos que también retrata el flechazo de Louis Garrel (37 años) por Gina Gershon (58). Pero también brilla su talento no sólo trazando un enredo romántico liviano y por momentos sexy, sino sobre todo como dialoguista mordaz. Y como tal la película se beneficia sobremanera de la complicidad un grupo de actores de los que sabe sacar lo mejor  (bravo, por cierto, por Enrique Arce y Nathalie Poza).

El Festival de San Sebastián no sólo es una excusa para mostrar la ciudad tan bonita como siempre o más, sino que da pie a que Allen juguetee también con los grandes autores europeos mediante varias ensoñaciones en las que emula las escenas más míticas de Gordard, Truffaut, Buñuel o Bergman. Cada uno de estos incisos funciona al mismo tiempo como homenaje y como desmitificación en un acercamiento menos reverencial del que suelen practicar los cinéfilos puristas.

Termina la proyección y termina la farsa. Las mascarillas y el metro y medio siguen ahí. Y es en ese contraste donde Rifkin’s Festival encuentra su mayor valor. A veces las obras llegan en su mejor momento sin que ni su autor ni nadie pudiera haberlo predicho.