
Dejando aparte la inusual puesta en escena estática, el guión pretende ser una comedia negra en la que un simple cadáver sufre las muestras más exageradas de falta de respeto. Lo cómico siempre estuvo presente en la filmografía del genio británico pero aquí falla porque la historia no para de dar vueltas sobre sí misma. Además, hay elementos que no dejan de ser cabos sueltos, como el artista que encarna John Forsythe. Tampoco tiene mucha explicación lógica la puerta que se abre continuamente, que desafía todo concepto de «macguffin» que hayamos concebido en otras películas de Hitchcock. En definitiva, una comedia menor, agradable de ver por la espléndida banda sonora de Bernard Herrman y los hermosos parajes otoñales fotografiados por Robert Burks. Es precisamente en los planos generales de esos bucólicos parajes acompañados de música irrealmente idealizada donde se encuentra la gran ironía de la película: hasta en los lugares más bellos puede habitar el crimen.