Dirigida y escrita por el también infravalorado Preston Sturges en 1941, la película contiene los típicos enredos que sirvieron de base a las «screwball comedies» de aquellos años. Este tipo de comedias florecieron en los años 30 como simples entretenimientos para un público empobrecido por la Gran Depresión que necesitaba evadirse de sus propias tragedias cotidianas. Solían tener personajes femeninos que eclipsaban con su fuerza a los masculinos, generalmente torpes y estrafalarios. Poseían además guiones redondos y elaborados con diálogos ágiles y veloces. Todos estos requisitos se cumplen en esta historia de una embaucadora que se dedica a desvalijar a solteros de oro con la ayuda de una baraja de cartas trucada y de su no menos tramposo padre. Cuando encuentre a un chico que realmente le robe el corazón, se replanteará su «profesión» y buscará vengarse de éste haciendose pasar por otra persona. Este tipo de argumento también fue llamado «remarriage» y, casi siempre, solía hacer ver al público de la época la segunda y exitosa unión de una pareja de manera bastante moralista (comedias como «Historias de Filadelfia» se basaban siempre en esta premisa).
Sorprende, en primer lugar, un guión tan cíclico y de estructura tan férrea como el de Sturges. Muchos acontecimientos de la historia ocurren dos veces y siempre con significados totalmente distintos. No es igual la primera vez que Barbara Stanwyck le pone la zancadilla al incauto de Henry Fonda que la segunda. Como tampoco es igual la primera vez que éste se le declara que la segunda, cuando cree que es otra persona y un caballo intenta arruinar sus melosas palabras en lo que parece ser un ataque directo y divertidísimo a la cursilería de Hollywood. Esa impresión de genuína «redondez» en una historia que culmina con una puerta cerrada y una frase absolutamente maravillosa (homenaje subrepticio a la pionera de estas comedias, «Sucedió una noche») da al simple entretenimiento un aroma de calidad. Calidad más que comprobada en la puesta en escena de Preston Sturges. Si lo normal en el cine clásico era que los buenos guiones acabasen acarreando mediocres y aburridas propuestas formales, «Las tres noches de Eva» rompe con el tópico a base de ingeniosos y fluidos movimientos de cámara, divertidos planos subjetivos como el de la alucinación del protagonista o narraciones en off sobre falsos planos detalle como el de el espejo de un set de maquillaje desde el que la chica controla cada movimiento de su presa masculina antes de tenderle una trampa.
Como bien han señalado muchos críticos, la calma y torpeza del personaje de Henry Fonda (apuntada con todo tipo de caídas y golpes al más puro «slapstick») no podría dar tanto empaque a la malicia de la chica si este estuviese interpretado por otro actor. Sin embargo, nunca sabremos si la actriz habría brillado de cualquier modo con otro partenaire masculino. Sturges le había prometido que algún día escribiría una comedia para ella, cansada ya de hacer todo tipo de dramas, y el resultado final es una de las mejores interpretaciones de la historia del cine. Sardónica, de verborrea fácil, perversa y encantadora al mismo tiempo, la Eve interpretada por Barbara Stanwyck es una de las féminas más atractivas y divertidas de cualquier comedia que hayamos visto jamás; es la obra maestra de la actuación de una actriz que nunca buscó divismos sino trabajo de calidad; de una de las grandes a la que nunca dejaremos de rendir pleitesía.
VALORACIÓN:
Originales y animados títulos de crédito de la película con un gusano y una manzana que refuerzan los paralelismos bíblicos del personaje de Eve y muestran sorna acerca del poder femenino tan presente en toda la historia.