EL NACIMIENTO DEL CINE DE ESPÍAS: "Con la muerte en los talones" (Alfred Hitchcock, 1959)

Se apagan las luces del cine, comienzan unos originales títulos de crédito diseñados por el gran Saul Bass y como fondo una trepidante música. Vemos la ciudad de Nueva York llena de gente, nos reflejamos en esa urbe deshumanizada en la que todo el mundo tiene prisa y parece crisparse ante la divertida pérdida de un taxi; nos identificamos con ese señor gordito y calvo que pierde un autobús. Ese señor no es otro que don Alfred Hitchcock ejerciendo su cameo habitual al principio de una de sus películas para que el público, ya habituado a su aparición fugaz en otros títulos, no estuviese pendiente de buscarlo como si de Wally se tratase y prestasen más atención a la trama de la película.
Y es que «Con la muerte en los talones» no es sólo un catálogo de obsesiones hitchcockianas y un divertimento de primer orden, sino el origen de las novelas de espionaje de Le Carré y de personajes tan míticos como James Bond. El guionista Ernest Lehman consiguió concentrar muchas de las obsesiones del director: el falso culpable metido en un embrollo de espionaje que no acierta a comprender, la rubia gélida que nunca sabemos si va a ayudar a escapar al protagonista o va a apuñalarlo por la espalda al mínimo descuido (guapísima y erótica Eva Marie Saint), el villano elegante y con connotaciones homosexuales con respecto a su secuaz (¡qué gran pareja la de James Mason y Martin Landau!), el tren que se convierte en refugio de los amantes y lugar donde casi todo puede pasar (visión romantico/aventurera ya explotada en «Extraños en un tren» o en «Alarma en el expreso») y el negrísimo humor de todos los personajes. Si la madre de Cary Grant pregunta con risas a los hombretones que pretenden matar a su hijo el momento en el que pretenden llevar a cabo el crimen nosotros no podemos más que reirnos. El guión está además lleno de vueltas de tuerca. Al principio estamos tan perdidos como el protagonista, pero después de saber la verdad a la media hora en una escena con el mismísimo FBI todavía no tendremos claras muchas cosas: ¿a quién es fiel la gélida rubia? ¿dispara realmente a Cary Grant bajo el monte Rushmore? ¿acudirá alguien a la cita de éste en mitad de una carretera perdida? Esa escena es, justamente, una de las más celebradas de una película que las tiene a docenas: desde la icónica imagen de un Cary Grant huyendo de un avión fumigador (escena sin la genial música de Bernard Herrman, siendo ésta sustituída por el ruido de la peligrosa avioneta) pasando por una divertida forma de escapar a los brazos de la policía (¡qué paradoja!) en mitad de una subasta o la tensa huida a través del monte Rushmore que da paso a una de las elípsis más famosas de la historia del cine, la que acaba con los protagonistas felizmente recostados en una litera de tren.

Muchas de nuestras madres y abuelas soñaron con ser las mujeres de Cary Grant y es fácil entender porqué: ningún guapo ha sabido jamás reirse de sí mismo como el señor Grant. Aquí vuelve a ser el alter ego de un Hitchcock que lo convierte en la presa de los espías y en el juguetito del gobierno y el FBI, que dejan que su vida esté en peligro con tal de no revelar que ha sido confundido con un agente que en realidad no existe más que como un señuelo. Esa crítica al poder como máquina sin sentimientos capaz de omitir las vidas individuales en pos del bien de la colectividad o de las propias maquinaciones políticas son una de las razones para justificar que esta película no sólo sea un puro divertimento. Así, por encima de numerosos planos subjetivos, de objetos llenos de significación semántica (aquí Hitchcock utiliza una simple caja de cerillas con unas iniciales, lo cual encaja perfectamente con la profesión de publicista de Cary Grant), de un montaje entrecortado a la hora de magnificar la tensión y de unos ángulos de cámara perfectamente estudiados, la técnica de Hitchcock está siempre felizmente «casada» con el fondo. ¿De qué otra forma se podría explicar ese plano en el que el simple reflejo del protagonista en una televisión sirve para que una criada lo descubra?? ¿Acaso hay mayor crítica hacia la pequeña pantalla en una década en la que el dichoso aparatito era el enemigo público número 1 del cine? Sólo don Alfredo podía criticarla de forma tan perversa para que nosotros, los fascinados espectadores, acabásemos odiándola y prefiríesemos ver esta grandísima obra maestra.

VALORACIÓN:
Trailer de la película narrado por el mismísimo Alfred Hitchcock