El tren de Dumbo siempre viaja hacia la melancolía. Mientras los vagones recorrían parajes desérticos, los estudios Disney situaban por primera vez una de sus historias en una América por la que vagabundeaban gentes sin techo ni trabajo. Eran los mismos silbidos de tren que oía Gary Cooper en Juan Nadie o Claudette Colbert en Sucedió una noche, títulos imprescindibles para entender la dureza de la Gran Depresión. Como Dumbo, ellos también recorrían paisajes nocturnos. Frente a la melancólica sombra del tren en mitad de la noche, el viajero errante busca un futuro mejor.
El crack del 29 convirtió el mundo de la fantasía en el reino de la impostura. Hollywood descubrió que una cierta mentira resultaba imprescindible para transformar en ilusión la pesadilla cotidiana. Durante la década de los 30, la evasión fue el lugar común de casi todos los filmes. La magia del celuloide convertía la pobreza y desolación en poesía. Sólo de vez en cuando la realidad conseguía colarse en el argumento con un halo de romanticismo. Lejos de desvanecerse, esa imagen ha traspasado las barreras del tiempo y aparece de vez en cuando en las películas ambientadas en aquél tiempo. El Tom Hanks que deambula por los estados del Sur en Camino a la perdición o el Russel Crowe que boxea para sobrevivir en Cinderella Man repiten un éxodo en el más puro estilo de la Odisea. Sí, mucho antes de los viajes iniciáticos de los 60, Dumbo ya veía pasar tras la ventanilla campos desiertos y coches que circulaban con torpeza por carreteras polvorientas. El sueño americano era entonces algo más que un logotipo de McDonalds.