Si hiciésemos un recorrido por las películas que han mostrado el lado más amargo y voraz de la meca del cine, nos detendríamos en «El crepúsculo de los dioses» (Billy Wilder, 1950), obra mayúscula y maestra capaz de reunir en dos horas todo un catálogo de miserias, vanidades y tristezas del mundo del cine. Sin embargo, «Ha nacido una estrella» fue la película pionera en retratar Hollywood como un lugar lleno de víboras en el que los honestos y talentosos tienen que acabar rindiéndose ante un sistema corrupto. O sea, como en la sociedad, pero en el ecosistema cinematográfico y con mucha más emoción que la segunda versión protagonizada por Judy Garland.
La historia de una jovencita que lucha por convertirse en una gran estrella y es ayudada por un famoso y borrachín galán de la pantalla no se reduce al catálogo de dificultades (con pruebas de cámara y maquillaje que rozan el absurdo incluídas) que ésta ha de pasar para ser reconocida, sino que se alarga para mostrarnos como esa gloria conseguida se convierte en maldición cuando la carrera del galán se va a pique y su historia de amor con él se convierte en un infierno dantesco; un infierno retratado por el ojo público como si de un espectáculo más se tratase. El guión, por el que pasaron escritores de prestigio como Dorothy Parker, es un cúmulo de diálogos crueles e irónicos y de situaciones tremendamente originales. La forma en la que se conocen aspirante a actriz y gran estrella en una cocina llena de platos que van a parar al suelo, la boda que tienen huyendo de la prensa, la luna de miel en la caravana, o la ceremonia de los Oscars en la que él casi le arruina el premio a ella con su borrachera y su bofetada son momentos magníficamente escritos. Los personajes, además, están muy bien perfilados e interpretados por Janet Gaynor (paradojicamente, ésta película inició el declive de la actriz que fue modelo de inspiración para la «Blancanieves» de Disney) y un supremo Fredric March en una conmovedora recreación de un actor famoso pero vacío y triste por dentro. El guión les permite dar rienda suelta a sus mejores armas para interpretar, como la candorosa ingenuidad de Gaynor al llegar a Hollywood y ver las huellas de los famosos que ella misma se atreve a medir con sus propios pies. Como todo buen guión clásico que se precie, está perfectamente estructurado y es cíclico. Un buen ejemplo es el personaje de la abuela de la chica, que le sirve como inspiración para irse a Hollywood y vuelve a aparecer al final de la historia para que supere la desgracia relacionada con su estelar marido.
La película fue obra de un David O’Selznick que deseaba mostrar a la industria que se podía hacer una película en el primitivo Tecnicolor que tratase sobre un tema contemporáneo. Al propio director, William Wellman, se le ocurrió la historia basándose, según dicen, en el primer matrimonio de Barbara Stanwyck con un joven productor. La capacidad de Selznick para reunir grandes talentos que demuestran que el cine clásico de Hollywood era un arte colectivo se puede apreciar en la puesta en escena. La película muestra un gran talento en cada plano, desde la originalidad de abrir y cerrar la misma con las páginas del guión de la historia, algo que sigue siendo absolutamente inonovador y moderno hoy en día. Lejos de una planificación frontal o aburrida, cada colorido encuadre está perfectamente compuesto y demuestra el talento de narrador de Wellman, que no duda en dotar de significación y contenido semántico muchas de las imágenes. Así, la panorámica que va desde un Fredric March borracho pasando por su mujer quitándole los zapatos, hasta llegar a un Oscar tirado en el suelo, es la viva imagen de la fama convertida en maldición. También lleno de talento está el montaje, con elipsis como la de la primera película que los protagonistas ruedan juntos, yendo desde la contratación de ella hasta el primer plano de la película ya estrenada en el siguiente plano. A veces, la yuxtaposición de imágenes pone al espectador en el lugar de la protagonista, como cuando tiene que ser fotografiada y acosada por los fans sin ningún tipo de respeto en pleno funeral. Otras veces, contrasta el falso oropel de Hollywood con la dura realidad que viven sus protagonistas (tras la escena en la que el despiadado publicista inventa todo tipo de grandilocuencias para la boda de los dos actores vemos los barrotes del juzgado de pueblo en el que se tienen que casar a escondidas).
Las miserias de la meca del cine no son el único tema de la película. Ésta habla de la capacidad de los seres humanos de soñar y de luchar por algo, de la felicidad conseguida a base de esfuerzo, del alcoholismo derivado de la incomprensión y de la tremebunda soledad de aquellos que lo tienen todo. Por eso sigue siendo una película de actualidad, porque todos somos un poco Norman Maine y Vicki Lester, los protagonistas de este cuento de hadas mutado en tragedia. Por eso la frase final de esta obra maestra («Yo soy la señora de Norman Maine») nos encoge el corazón y nos hace desear que los mercantilistas productores de Hollywood se decidan a restaurar una película que, debido a su condición de film de propiedad pública( los derechos caducaron o no fueron renovados debidamente), parece vieja en la superficie siendo en realidad tan absolutamente moderna y actual.
Debido a su condición de película de libre dominio público, aquí se puede ver en su totalidad (en inglés)