Hoy hubiese cumplido 100 años de no morir aquel caluroso día de julio de 1997, nonagenario y con un sinfín de problemas de salud que lo acuciaban desde la muerte de su querida Gloria tres años antes. Con ella había compartido la mitad de su vida tras ser uno de los grandes seductores de Hollywood. Sin embargo, su rol nunca fue el de galán irresistible. La necesidad de la meca del cine de etiquetarlo todo convirtió a «Jimmy» Stewart en el hombre bueno, en el americano medio reconocible para todo el mundo. Sus torpes andares, su voz ordinaria y su mirada lánguida contribuyeron bastante al realce de esa imagen. Un repaso por la filmografía de esta estrella intachable que nunca dio escándalos ni jugó al juego de Hollywood, nos desvela el lado más oscuros de ese prototipo que tan bien encarnó.
Llegó a Broadway de la mano de su amigo y compañero de Princeton, Henry Fonda, y de ahi dio el salto a un Hollywood que lo recibió con los brazos abiertos. Frank Capra lo convirtió en la estrella de «Vive como quieras» y de «Caballero sin espada», en donde dio una lección magistral de interpretación. Su lado cómico quedó mostrado y recompensado con un Oscar en «Historias de Philadelphia» y con un trabajo para el gran Lubitsch en la genial «El bazar de las sorpresas». Entonces llegó la Segunda Guerra Mundial y fue el primer actor en intervenir en el conflicto. Cuando pocos de nosotros podríamos imaginar a un Brad Pitt luchando codo con codo junto a los soldados de Irak, no nos cuesta creer que Stewart fue un piloto condecorado que se había ido al frente antes incluso del bombardeo a Pearl Harbor. Tras la guerra quiso dejar el cine pero su amigo Lionel Barrymore lo convenció de lo contrario. Así llego esa fábula navideña repuesta incesantemente cada año llamada «¡Qué bello es vivir!» y ese George Bailey que se convertiría en su personaje favorito y en el de todos los americanos. En esa película a prueba de diabéticos ya se dejan ver las aristas oscuras de un Stewart que vive para los demás pero que, casi siempre, duda de lo fructífero de su carácter bondadoso. Lo verdaderamente negro de aquellos años no fue su personaje, sino su participación activa y delatora en la nefasta Caza de brujas del senador McCarthy. Fue justo el momento en el que Hitchcock nos descubrió su lado más psicótico (aunque siempre redimido por la bondad o la simpatía cargada de humor) en «La Soga» y lo convirtió en uno de sus actores predilectos en películas de prestigio intachable como «La ventana indiscreta» o «Vértigo».
Así, en la década de los 50, la figura alta y desgarbada del actor estaba ya por encima del bien y del mal. Los mejores, los grandes genios, siempre contaban con él: Anthony Mann, John Ford e incluso Billy Wilder se rindieron a sus pies. De esas colaboraciones surgieron maravillas como la desmitificadora «El hombre que mató a Liberty Valance» que lo convirtieron en el actor con más obras maestras en su currículum. Pero como toda gran estrella del Hollywood dorado sucumbió a la modernidad. Aunque fuese secundario de lujo en cintas catastrofistas de los 70, el Jimmy adorado por América ya no brillaba con la misma luz. Así fue como, poco a poco, se fue apagando un hombre que jamás estudió interpretación en escuela alguna y que, seguramente, fue tan humano y cometió tantos errores como cualquiera de nosotros. Pero como rezaba el final de Liberty Valance, «lo que queda es la leyenda», y la de Jimmy aún tiene cuerda para rato.
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